Recuerdo perfectamente
el primer día del resto de mi vida:
no hizo falta llorar para coger oxígeno,
todo lo contrario,
bastó mirarle para empezar a respirar.
A caminar aprendí yo sola
entre las 22:45 y las 23:50 de la noche,
aunque he de admitir,
que a veces perdía el equilibrio y
mis manos buscaban la farola más cercana
para seguir en pie.
Lo más extraño de todo fue mi capacidad
para hablar:
absolutamente nula, absurda, incoherente.
Ni siquiera estoy segura
de si saludé al amor de mi vida
cuando por fin le tuve enfrente
o me limité a tartamudear, sonreír
y bajar la mirada.
Desaprendí todo lo que había aprendido
a lo largo de mi huida,
y cuando digo todo,
es todo:
de repente,
era la primera vez que pisaba Madrid,
la primera vez que mis pies saltaban sobre charcos
y la primera vez que hacía el amor.
Desde entonces,
he nacido más veces
de las que cualquier mortal podría vivir,
y he muerto en sus manos, en sus ojos y en su boca,
un número aproximado
a la inversa de una toma de tierra,
-la cifra exacta de tal valor
es un calculo continuo-
Algo así como mezclar un corazón
que no aprende de errores
con otro que vive en el recuerdo
de lo que duele cometerlos,
como mezclar un sueño continuo
y una realidad paralela,
ganas de volar
con vértigo,
o la A con la M,
para obtener la prim(...................)
[Lo siento.
Justo aqui salió de la ducha,
y lo último que pensaban en hacer mis manos
era en terminar esta poesía.]
Mónica Gae.