Pálida de corazón. encerrada en su propio
cuerpo.
“yo
no sé sentir a medias” –se repetía. pero sí. sí que
sabía. desde que cumplió los dieciocho años supo que ciertos dolores, muy a su
pesar, se le darían bien sin haberlo pedido. sangraba, sangraba cada noche al ver morir el sol, aullaba entre
colinas de edificios y soñaba con hacerle el amor a Madrid. sí, Michelle sabía
sentir a medias. ya lo creo que sabía.
le gustaban los ojos claros y el pelo largo,
las uñas afiladas preparadas para disparar erizos en cualquier espalda y
provocar escalofríos sin previo aviso. amaba a sus amantes, cafés y cigarrillos.
se sentía triste y le gustaba, le gustaba
sentirse triste. las canciones, lentas. los latidos, ectópicos. el sexo, con fresas.
odiaba los perfumes dulzones y sentía una
debilidad enfermiza por el olor a gasolina, la pintura y el pegamento antes de
derramarlo sobre sus dedos para luego retirar una fina capa inmortalizando
momentáneamente sus huellas dactilares para acabar haciendo un pequeño ovillo
pegajoso y tirarlo a la papelera.
pequeños placeres de niña grande sin pies
ni tierra. delicias para saborear
aparte. amante de esa soledad de sentirse ajenamente acompañada. Michelle
miraba al mundo con los ojos abiertos y con los ojos cerrados. “así puedo mirar el sol hasta que duelan las
pupilas y sangren los vasos y las venículas de la córnea y luego cerrar los
párpados y seguir imaginando su brillo con incluso más intensidad, pudiendo
hasta elegir el color de sus destellos.” Michelle empezaba a tener alguna
que otra dioptría, sí. ciertas costumbres suyas dejaban a su salud mucho que
desear consumiéndose por los suelos de cualquier habitación.
fumaba y bebía y le gustaban los puñales
capaces de alcanzar su aorta izquierda
sin meterse en otras cavidades ni crear un daño vital irreversible. le asustaba
la sensación de estar muriendo lentamente, y
de vivir más lentamente aún.
saboreaba lo dulce en lo salado y era capaz de vislumbrar colores en una
fotografía en blanco y negro. solía decir, a veces, que en eso tenía ciertos
poderes y que la niebla era la mejor amiga de la lluvia.
Michelle escribe un diario y utiliza una
pluma que recarga todas las tardes a las siete y doce minutos exactamente, ¿te suenan esos números? –Quizás más adelante. a Eme le atrae y
aburre la rutina a partes iguales, según la luz de las farolas que hayan encendidas en la calle. tiene un padre
con el que apenas habla por haber heredado demasiados de sus genes y una
madre victimista que llora a escondidas por sentir que su nido siempre estuvo
vacío. tiene dos hermanos, Carlos y Daniel, y un perro que obedece hasta la más
extraña de sus órdenes sin apenas haber compartido nunca demasiado tiempo
juntos.
pero eso no es de extrañar.
nunca le ha costado demasiado conseguir
lo que se propone. casi nada imposible. casi nadie inalcanzable. y si así lo era, sólo tenía
que mirar con los ojos cerrados y viajar a su realidad paralela aún mejor
representada en horas de sueño. siempre ha tenido una envidiable imaginación y un
más envidiable físico. dicen. los hombres empezaron a caer a sus pies el día en
que ella decidió caminar descalza, el día
en que ella empezó a caminar. siempre con un as en la manga y dos tallas
más de orgullo por si el invierno la sorprendía desnuda. Michelle, o como sus
amigos le llaman, Eme, es fría y calculadora e incapaz de perdonar sin la
esperanza de devolver, quizás, algún día,
una doble ración del dolor que ha ella le hayan provocado.
pese a lo que podáis estar imaginando, tenía un corazón enorme. así. en pasado.
pero no os asustéis.
-aún.
detrás de ese infranqueable muro, había
una pequeña pálida semiadulta acojonada de sentir que alguien, en un momento de transparente debilidad y sin saber cuándo
exactamente, le arrancó la capacidad de
amar y le cambió el mismísimo miocardio por un gotero de hospital lleno de
clavos y veneno y drogas y tóxicos y le dejó un inmenso vacío que sólo podía
sentir semicompleto arrancando y relamiendo la esencia de otros
corazones.
hace dos meses tres noches y cuarenta y
tres minutos a Michelle le arrancaron la capacidad de amar. su miocardio. su
juguete rojo. su amordazada caja de Pandora. su bomba de relojería de carne
pulsátil.
ella es Michelle, podéis llamarla Eme, y
esto no es sino la crónica de cómo un ángel
aparente se disfraza y alimenta y saborea el dolor ajeno, convirtiéndolo en
suyo para imaginarse viva. de cómo una piel caucásica puede esconder la peor de
las tinieblas. la más oscura de las suposiciones. de cómo siendo ella el
monstruo de debajo de la cama, desconfía y hiere y destroza todo aquello que
ose tocarla con el fin de proteger lo que, vacía de todo, siente su único
tesoro,
un
gotero de hospital lleno de clavos y veneno y drogas y tóxicos sustituyendo a
lo que un día pudo llamar corazón.
Mónica Gae
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